Me
acerco a la ventana para ver cómo unas figuras extrañas vestidas de color negro
totalmente hasta la cabeza, pasan por la calle. Me doy cuenta de que en el
sillón hay un sobre abierto, es una carta con el escudo de Thumsat. Claramente
esto es mala señal. Me invade un sentimiento de inquietud y comienzo a respirar
pesadamente. Con una mano temblorosa tomo el sobre y leo su contenido. El
emperador Fremont Shmart había publicado un nuevo decreto, invitando, o mejor
dicho obligando, a todos los adolescentes de dieciséis años a unirse a las
tropas del imperio. Esto no me asustaría tanto, de no ser porque mi cumpleaños
número dieciséis es en dos semanas.
-Ginger,
ayúdame a limpiar la mesa. – me ordena mi padre. Sin pensarlo dos veces, dejo
el sobre donde lo encontré y hago lo que mi padre me pidió.
-Vi
la carta. – anuncia con voz ronca una vez que todos estamos sentados a la mesa.
Suspira y continúa – Sabes que hay otra opción.
-Déjala
Percy. – dice mi madre en un susurro casi inaudible.
Sé
perfectamente a lo que mi padre se refiere. Los que tienen conocimiento sobre
la Academia de Entrenamiento Especializado pueden inscribirse desde los catorce
años para unirse a las tropas de la ORP. En estos tiempos hay una escasez
extrema de aspirantes debido al miedo que el emperador Shmart ha infundido en
Zambien, sin embargo, algo en mi interior se niega a enlistarse a cualquiera de
los dos ejércitos.
-Sabes
que no puedo hacerlo. – respondo con tono enojado, me levanto dejando mi
desayuno casi intacto. Subo las escaleras, me doy un baño, me visto y salgo de
la casa sin avisarle a nadie. Necesito aire, necesito pensar.
Estoy
consciente de que no existe una tercera opción y que terminaría de cualquier
modo en las tropas, ya sea en una o en otra. Quizá deba dejar de negarme a los
grupos de rebeldes que intentan derrocar el imperio, pero simplemente no estoy
dispuesta a abandonar a mi familia, mucho menos a mis hermanos siendo tan
jóvenes a sabiendas de que necesitan de mí y del poco dinero que gano. No
quiero involucrarme en estas disputas sobre poder, no me siento lista para irme
de mi hogar, aunque sé que no es algo permanente y que puedo visitarlos en
vacaciones, me niego a dejarle toda la carga del hogar a mi padre. Aún tengo dos
semanas para tomar mi decisión.
Me
dirijo a la pequeña bahía de agua cristalina en la que solía nadar con mis
hermanos cuando éramos pequeños, tras un cansado día en la bahía entre las
palmeras que adornan tan bello lugar. Cuando estoy en este lugar las horas
pasan volando. Cierro los ojos, lleno mis pulmones de aire, lo retengo por unos
segundos y después lo dejo escapar lentamente. Huele a tranquilidad, felicidad.
Lo que hace tanto tiempo le fue arrebatado a mi familia. Me siento sobre un
tronco derrumbado en el suelo, saco mi navaja, tomo un trozo de madera y
comienzo a sacarle filo. Con el tiempo adquirí la habilidad de construir
refugios improvisados con lo que la naturaleza me brindaba, debido a que solíamos
acampar muy seguido a la orilla de la bahía en nuestros días como familia. Me tumbo en la arena un par de horas que ni siquiera supe cómo pasaron tan deprisa.
Mi
estómago comienza a reclamar comida. Trepo por una palmera no muy alta sin problema, tomo
un coco, le hago un agujero y comienzo a tomar de él para engañar un poco a mi
estómago y decido regresar a casa. En el camino paso por la pequeña fonda de
Herbie, ahí preparan una sopa de cebolla exquisita con pan de ajo. Se me hace
agua la boca y acelero el paso. Después la tienda de golosinas del señor Marcus
y su anciana esposa Astrid. Una boutique de ropa pertenece a la señora más gruñona
del estado, la tía de mi padre. No es nada personal, pero la tía Maggie tiene
un carácter odioso. Es una viuda de casi sesenta años, robusta, ojos pequeños y
negros como el hollín, cabello rizado y corto. Vive dos calles abajo con sus dos
gatos gordos y feos: Millicent y Quinn.
Estoy
en el rellano de mi casa y ya puedo distinguir lo que papá hizo de comer: sopa
de pepino y pescado. Papá me dirige una sonrisa y se la devuelvo. Herman, Milo
y Soley ya están comiendo a la mesa. Tomo mi lugar y comienzo a comer.
Soley
me mira con sus grandes ojos verdes y me sonríe. Apenas con 8 años, ya tuvo que
madurar lo suficiente para reconocer la situación en la que estamos. Los
gemelos con escasos cinco años siguen sumergidos en la inocencia de un pequeño
niño, jugueteando y riendo a carcajadas el uno con el otro. Soley es esbelta,
ojos verdes, piel apiñonada y cabello
castaño claro. Herman y Milo rubios de ojos grandes y color miel, como los de
mi madre. Todos somos tan diferentes. Papá dice que yo soy igual a mi madre
cuando era joven, pelirroja y blanca, a excepción de mis ojos que son azules.
María José García Moncada
Yo tengo una tía que encaja perfecto con la descripción de la tía Maggie.
ResponderEliminarSo far so good
A que adivino quien es
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