martes, 27 de diciembre de 2011

CAPÍTULO 2


Me acerco a la ventana para ver cómo unas figuras extrañas vestidas de color negro totalmente hasta la cabeza, pasan por la calle. Me doy cuenta de que en el sillón hay un sobre abierto, es una carta con el escudo de Thumsat. Claramente esto es mala señal. Me invade un sentimiento de inquietud y comienzo a respirar pesadamente. Con una mano temblorosa tomo el sobre y leo su contenido. El emperador Fremont Shmart había publicado un nuevo decreto, invitando, o mejor dicho obligando, a todos los adolescentes de dieciséis años a unirse a las tropas del imperio. Esto no me asustaría tanto, de no ser porque mi cumpleaños número dieciséis es en dos semanas.

-Ginger, ayúdame a limpiar la mesa. – me ordena mi padre. Sin pensarlo dos veces, dejo el sobre donde lo encontré y hago lo que mi padre me pidió.


-Vi la carta. – anuncia con voz ronca una vez que todos estamos sentados a la mesa. Suspira y continúa – Sabes que hay otra opción.

-Déjala Percy. – dice mi madre en un susurro casi inaudible.

Sé perfectamente a lo que mi padre se refiere. Los que tienen conocimiento sobre la Academia de Entrenamiento Especializado pueden inscribirse desde los catorce años para unirse a las tropas de la ORP. En estos tiempos hay una escasez extrema de aspirantes debido al miedo que el emperador Shmart ha infundido en Zambien, sin embargo, algo en mi interior se niega a enlistarse a cualquiera de los dos ejércitos.

-Sabes que no puedo hacerlo. – respondo con tono enojado, me levanto dejando mi desayuno casi intacto. Subo las escaleras, me doy un baño, me visto y salgo de la casa sin avisarle a nadie. Necesito aire, necesito pensar.

Estoy consciente de que no existe una tercera opción y que terminaría de cualquier modo en las tropas, ya sea en una o en otra. Quizá deba dejar de negarme a los grupos de rebeldes que intentan derrocar el imperio, pero simplemente no estoy dispuesta a abandonar a mi familia, mucho menos a mis hermanos siendo tan jóvenes a sabiendas de que necesitan de mí y del poco dinero que gano. No quiero involucrarme en estas disputas sobre poder, no me siento lista para irme de mi hogar, aunque sé que no es algo permanente y que puedo visitarlos en vacaciones, me niego a dejarle toda la carga del hogar a mi padre. Aún tengo dos semanas para tomar mi decisión.

Me dirijo a la pequeña bahía de agua cristalina en la que solía nadar con mis hermanos cuando éramos pequeños, tras un cansado día en la bahía entre las palmeras que adornan tan bello lugar. Cuando estoy en este lugar las horas pasan volando. Cierro los ojos, lleno mis pulmones de aire, lo retengo por unos segundos y después lo dejo escapar lentamente. Huele a tranquilidad, felicidad. Lo que hace tanto tiempo le fue arrebatado a mi familia. Me siento sobre un tronco derrumbado en el suelo, saco mi navaja, tomo un trozo de madera y comienzo a sacarle filo. Con el tiempo adquirí la habilidad de construir refugios improvisados con lo que la naturaleza me brindaba, debido a que solíamos acampar muy seguido a la orilla de la bahía en nuestros días como familia. Me tumbo en la arena un par de horas que ni siquiera supe cómo pasaron tan deprisa. 

Mi estómago comienza a reclamar comida. Trepo por una palmera no muy alta sin problema, tomo un coco, le hago un agujero y comienzo a tomar de él para engañar un poco a mi estómago y decido regresar a casa. En el camino paso por la pequeña fonda de Herbie, ahí preparan una sopa de cebolla exquisita con pan de ajo. Se me hace agua la boca y acelero el paso. Después la tienda de golosinas del señor Marcus y su anciana esposa Astrid. Una boutique de ropa pertenece a la señora más gruñona del estado, la tía de mi padre. No es nada personal, pero la tía Maggie tiene un carácter odioso. Es una viuda de casi sesenta años, robusta, ojos pequeños y negros como el hollín, cabello rizado y corto. Vive dos calles abajo con sus dos gatos gordos y feos: Millicent y Quinn.

Estoy en el rellano de mi casa y ya puedo distinguir lo que papá hizo de comer: sopa de pepino y pescado. Papá me dirige una sonrisa y se la devuelvo. Herman, Milo y Soley ya están comiendo a la mesa. Tomo mi lugar y comienzo a comer.

Soley me mira con sus grandes ojos verdes y me sonríe. Apenas con 8 años, ya tuvo que madurar lo suficiente para reconocer la situación en la que estamos. Los gemelos con escasos cinco años siguen sumergidos en la inocencia de un pequeño niño, jugueteando y riendo a carcajadas el uno con el otro. Soley es esbelta, ojos verdes,  piel apiñonada y cabello castaño claro. Herman y Milo rubios de ojos grandes y color miel, como los de mi madre. Todos somos tan diferentes. Papá dice que yo soy igual a mi madre cuando era joven, pelirroja y blanca, a excepción de mis ojos que son azules.



María José García Moncada

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